Narrativas feministas para entender el mundo 

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“Si sales a jugar, puede haber hombres que te hagan daño, prefiero quedarme en casa”

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7 de marzo de 2021
Kandi limpia el mantel de comida en el campo de refugiados de Nea Kavala (Grecia) | SARA AMINIYAN

“No, no quiero morirme tan pronto, pido mi venganza. Oh, dios mío, no quiero morirme tan pronto…”. Benafshe, de once años, nacida en Irán pero de procedencia afgana, canta con dulzura esta nana que improvisa sobre la marcha mientras acuna a una niña turca de poco más de un año. Son vecinas de container. Viven en el campo de refugiados de Nea Kavala. “Malakacamp” le llaman Benafshe y sus hermanos en un juego de palabras con el insulto más recurrente en griego –una palabra polisémica que va desde el imbécil hasta cosas más graves, en función del tono y contexto–. 

Nea Kavala se encuentra al norte de la península helénica, a 20 kilómetros de la frontera con Macedonia. Ubicado en un antiguo aeródromo militar, en este campo sobrevivían antes de navidades unas 1.800 personas registradas, entre casas prefabricadas y grandes tiendas de campaña. Las nacionalidades son variadas, pero la mayoría de los y las refugiadas provienen de Afganistán, Siria, Congo, Irak y Somalia. La mayor parte de las carpas y contenedores, como ocurre en todos los campos de refugiados de Grecia, no tienen agua, lavabo o cocina. Además, las medidas tomadas para paliar el Covid-19 han llevado al confinamiento de los campos, un mayor hacinamiento y una mayor dificultad de acceso a productos básicos. Una realidad que puede empeorar, los planes del gobierno griego conservador pasan por reemplazar los campos por centros cerrados que frenen la circulación por el país y aumentar la deportaciones.

“Ahora vivo en un campo de refugiados en Grecia y quiero explicar la historia de mi vida”, dice Benafshe en farsi, una niña muy avispada para su edad.  Mientras,  su hermana mayor, Sheila, de 18 años, y su madre Kandi preparan el desayuno y sus dos hermanos, Sharom de 15 y Rajab de 21 años, construyen un baño privado en la parte trasera de la caravana, como llaman al módulo de chapa doble y acero en el que viven los cincos miembros de la familia. Kandi migró sola con sus cuatro hijos y lleva años enferma, con múltiples infecciones en la piel que nadie trata. Su vida se reduce a limpiar y cocinar, pasa el mayor tiempo posible en el interior de su vivienda.

Benafshe rezando en el módulo donde reside junto con su familia en Nea Kavala (Grecia) | SARA AMINIYAN

Antes de llegar a Nea Kavala, la familia pasó por el campo de Moria. Para Benafshe, la violencia no es algo nuevo. Desde pequeña ha tenido que escapar de grupos talibanes, policías y guardias fronterizos, “en medio de las montañas, escondidos, pasando como podíamos noches muy, muy frías”, narra como si estuviera contando una película vista. Ahora, en Grecia presencia violentas peleas casi a diario. A menudo se cubre el pelo y recita con voz suave partes del Corán: “Una mujer del campo me enseñó a leer árabe con estas cinco páginas del Corán. Intento leerlo cada día porque me recuerda la importancia del respeto”.

Debido a la pandemia, Benafshe ahora no puede ir a la escuela, pero intenta distraerse dibujando, haciendo ejercicios de inglés y español y jugando con sus amigas Dudu y Jesica, de origen palestino. “Mi familia es afgana pero yo nací en Irán y fui a la escuela allí. Los otros niños me llamaban afgana y no querían jugar conmigo”. Cuando anochece, a una hora muy temprana, Benafshe no puede salir de su container debido a los altercados constantes: “Si sales a jugar puede haber hombres que beben y te hagan daño, prefiero quedarme en casa para no tener problemas. En Moria era aún peor, había peleas con cuchillos casi cada día”, explica distraída mientras  juega con sus muñecas.

La mayoría de las personas que habitan en Nea Kavala han pasado por los campos de las islas griegas en el Egeo antes de llegar a la península. En concreto, muchas de ellas fueron trasladadas desde Moria al ser casos de especial vulnerabilidad, reporta Inés Marco, activista por los derechos de la mujer en la organización WISH (Women In Solidarity House) en Lesbos. Esa es la situación de Dementia y Akasia, procedentes de Burundi y el Congo. Estas dos mujeres, que prefieren usar pseudónimos para proteger su identidad, viven juntas en compañía de otras dos mujeres burundesas solteras, a pocos metros de la caravana de Benafshe, que las conoce y propone que ellas también compartan su historia.

Dementia abre la puerta tímidamente, pero cuando ve a Benafshe sonríe. De manera nerviosa y en francés cuenta un poco la huida de su tierra natal. Tenía una organización, que a día de hoy continúa en activo, donde se dedicaba a trabajar con niños en riesgo de exclusión. En su breve conversación, hay miedo: “El gobierno me persigue”, repite. Teme, sobre todo, por la organización, como si su seguridad personal quedase en un segundo plano.

Akasia es modista, y le encantaría tener una máquina de coser para llenar sus horas y poder vender algunos tejidos. “Aquí no puedo hacer nada, todo el día en el container, antes en mi país estaba todo el día distraída, cosiendo, haciendo trenzas, estudiando, aquí no hay nada que hacer”, lamenta. La paciencia, la sensación de espera eterna, y el aburrimiento son características de la vida en el campo. Aún así, “hay una resiliencia mayor por parte de las mujeres de la familia. El hombre siente mucha más frustración por su complejo de macho, en un contexto en el que no se puede encontrar trabajo, y que produce altas tasas de alcoholismo y drogadicción”, explica Marco.

La insuficiencia o inexistencia de infraestructuras que abastezcan con suficiente higiene, electricidad, o comida hace que, en general, las mujeres además dediquen gran parte de su día a gestionar las tareas reproductivas. La carga mental de saber que sus familias no están siendo bien alimentadas les supone altos niveles de estrés emocional.

Dudu llega de repente en bicicleta al módulo de Dementia y Akassia. A pesar de su inglés limitado, ella y Benafshe se entienden. Dudu, de pelo largo y rizado, insiste en que vayamos a visitar su casa. “Mi madre quiere hablar con vosotras”, dice. De camino, unos metros más allá, un hombre grita algo en árabe. Y Dudu pide que nos apresuremos: “¡Vamos, vamos para casa!”. Al llegar, explica que estaba voceando groserías.

La caravana de la familia de Dudu, como todas las del campo, está dividida en dos espacios: la cocina-comedor y la habitación. Durante un año, han construido pequeños rincones que aumentan la sensación de hogar: un porche delantero cubierto de plásticos y madera vieja donde acumular ropa, maletas y zapatillas, además de un especie de canapé donde descansar; un patio, en la parte trasera, con una mesa circular para comer los días más calurosos; y un huerto con tomates y plantas aromáticas que marca el límite de su terreno.

Esa tarde, Naden está sola con hijos, Dudu, Jesica y Mohamed. Su marido Yousef, también palestino, ha salido. “Nos fuimos de Gaza porque la situación era muy mala, la guerra y el terror eran diarios. Mis hijos tenían que ver gente asesinada por las calles. Viajar hasta Grecia era nuestra esperanza para tener una vida normal”, narra. Ella se graduó en enfermería y trabajó cinco años en un hospital. Además, antes de exiliarse, durante los últimos meses se alistó como voluntaria para tratar a los heridos en la franja de Gaza, algo de lo que siente orgullosa. El detonante de su huida fue el secuestro y tortura de Yousef por parte de Hamás. Después de una semana de secuestro sin razón aparente decidieron marcharse. “Recuerdo pasar mucho miedo, primero cruzamos en una furgoneta llena de gente hasta Egipto, mi hija tenía mucha fiebre. Luego cruzamos el mar en patera. Tuvimos suerte, éramos 29 personas, normalmente suelen llenarlas con hasta 50 personas”. Su discurso transpira desesperación, por un pasado estremecedor, un futuro incierto, y un presente descarnado.

Naden y su hijo Ahmed dentro de su módulo en Nea Kavala | SARA AMINIYAN

“Las mujeres de este campo se sienten todo lo seguras que se pueden sentir, la violencia no está fuera de control”, señala uno de los guardias de seguridad del campo. Una afirmación que no se corresponde con lo que relatan las mujeres, que confiesan tener miedo y evitar salir solas de sus viviendas prefabricadas o tiendas.

––“¡Corred, corred, entrad dentro!”,  grita Naden nerviosa para que pasemos dentro de la caravana.

Dos horas pasan hasta que la situación se calma. Dos hombres habían perseguido a una mujer somalí hasta el baño: “Pasa mucho, les gusta mirar a las chicas solteras entrando al baño. La mayoría de veces los chicos están borrachos y no saben ni lo que hacen”, explica Yousef, el marido de Naden. Cuando la mujer pidió socorro, llegaron otros hombres con cuchillos para atacar a los abusadores. La mujer salió disparada hacia su módulo. Y de la nada un montón de residentes de esa zona del campo se sumaron a la pelea. En ningún momento aparece la policía. La mujer agredida seguirá viviendo en el mismo container, probablemente a unos pocos metros de su abusador.

Según Diotima, una organización que trabaja por los derechos de la mujer en Grecia, no existen programas de protección de víctimas de violencia sexual ni psicólogos o trabajadores sociales especializados en los campos. Además, Ben Brewer, uno de los coordinadores de la clínica legal Mobile Info Team apunta un aumento de casos de violencia de género durante los meses de pandemia. Marco denuncia además que es habitual que las mujeres deban volver a vivir en el mismo sitio que su agresor después de haberlo denunciado: “La mujer puede hacer un report, via la ONG Médicos Sin Fronteras, y la derivan a Diotima. Entonces, le dan la opción de salir de la tienda e ir a la sección segura, pero dentro del campo. Muchas veces el marido acababa sabiendo que la mujer está ahí y la espera en la entrada. Tengo una amiga que estuvo cuatro meses sin salir por eso mismo”.

A esto se unen los cada vez mayores obstáculos para acceder al asilo y que impactan muy negativamente sobre las situaciones de violencia que viven las mujeres. Así, por ejemplo, la pasada primavera en Moria, cuenta Marco, se dieron muchos casos de matrimonios separados, en muchos casos por violencia, donde el hombre amenazaba con suicidarse si su mujer no volvía con él. Un hombre solo tiene muchas menos opciones de conseguir el asilo pues se considera que es menos vulnerable, y por tanto tiene más números para ser deportado. “Las mujeres, aún conociendo la estrategia, no soportaban la presión y en muchos casos volvían con ellos, para evitar su deportación o suicidio”.

Mientras se calma la situación, Naden ha preparado café y dátiles. “Tuve a mi primera hija con 23 años, hacía poco que había conocido a mi marido, nunca hemos usado ningún método anticonceptivo… mi marido no ha querido nunca. Pero no podemos tener más hijos”, reflexiona. Organizaciones como Human Rights Watch han demostrado que las mujeres refugiadas no reciben atención prenatal adecuada durante el embarazo.

–– Conozco a una mujer que parió en Moria, la situación era tan desastrosa, y la ambulancia no llegaba, que empezó a apretar sus piernas para evitar que el bebé saliera, al final le hizo daño… y la ambulancia llegó horas más tarde– recuerda Naden.

“El próximo día vamos a ir a las haimas a ver a una amiga mía y hablar entre mujeres”, nos invita Naden con una sonrisa pícara de espaldas a su marido. Luego coge la taza de café y la mira: “Me gusta leer el futuro en el poso del café, con una amiga palestina que vive allí. Mi marido no lo sabe, ¡si lo supiera se divorcia!”, cotillea riendo.

En la periferia norte del campo, la escasez de recursos e insalubridad se acentúa. En vez de contenedores, hay grandes carpas destartaladas, las ráfagas de viento o unas pocas gotas de lluvia lo inundan todo. Ahí, vive Amina, la amiga de  Naden. Originaria también de Gaza, antes de migrar trabajaba como peluquera y esteticien. Las dos se reúnen a menudo para cocinar platos típicos, con ingredientes muy básicos y un enorme afán hospitalario. Cada una trae algo para que se asemeje a una mesa digna de celebración.

“En Gaza solía tardar una hora para cocinar este arroz, hoy me ha llevado cinco”, comenta Amina, que prefiere usar un nombre distinto al suyo, sobre la cantidad de tiempo que han dedicado a cocinar el maqluba, un plato palestino de arroz con pollo, pan de pita y verduras. La electricidad se ha ido cortando durante toda la mañana, algo que acostumbra a pasar.

Sheila reparte arroz para la cena | SARA AMINIYAN

Al festín se apuntan también dos chicas adolescentes, hijas de Amina, quien ha criado a diez hijos más, y una vecina siria. La luz se vuelve a cortar, pero nadie se inmuta. Se encienden las linternas de los móviles y las conversaciones siguen, resignadas y llenas de paciencia. El llanto de un niño se oye con fuerza. Naden, con calma, busca una esquina y empieza a rezar. Amina saca los postres(galletas, chocolate, uvas, plátanos y granadas). La conversación es liviana. Ríen mientras comparten secretos de belleza como mascarillas caseras o trucos para depilarse.

“Intentamos comer juntas a menudo, me gustaría venir más sola pero normalmente no puedo dejar a mis hijos con mi marido”, cuenta Naden para explicar lo importante que son sus amigas en el campo. Estos momentos colectivos en los que sólo se reúnen mujeres son esenciales para la supervivencia en el campo, tanto física como mentalmente. Tener amigas permite dejar a los hijos al cuidado de otra en el caso que alguna deba salir del campo. Además, ante la inexistencia de atención médica y ginecológica, comparten medicamentos cuando lo necesitan. Amina y Naden han sufrido vaginitis en el campo. Naden confiesa haber repartido entre las residentes comprimidos vaginales para la cura de infecciones.

En estas reuniones también tratan temas dolorosos. Muchas han perdido familiares, incluidos hijos e hijas. Hablan de ellos y muestran sus fotos –algunas tan trágicas como la de un hijo con el pulmón perforado por la metralla de una bomba– con una sorprendente calma y serenidad. Afrontan el dolor de cara, pero no dejan que las hunda.

Para muchas, sin embargo, pasar el día con sus amigas no es tan sencillo. En muchos casos esto supone que el marido les recrimine quedarse solo sin nadie que se encargue de las tareas. También les ponen trabas para que relaten sus visiones y experiencias en entrevistas con periodistas.

Una mujer camina hacia su módulo mientras cae la noche. / SARA AMINIYAN

Al atardecer, las dos hijas de Naden, Jesica y Dudu, aparecen sobresaltadas en busca de su madre. “Mi marido se ha enfadado, dice que no le he dejado comida”, aclara agitada Naden “No le gusta cuando voy a las haimas, si paso mucho tiempo con otras mujeres se piensa que estamos leyendo el café o hablando de cosas de las que no deberíamos hablar”, relata irritada.

Las mujeres que viven en campos de refugiados sufren varios ejes de discriminación y violencia. Pueden ser víctimas, pero también se las victimiza con discursos y relatos que reducen sus historias a la violencia. Ellas, las que hablan y las que callan, muestran que sus vidas son mucho más, son todas esas veces a lo largo de sus trayectos en que encontraron la forma de seguir adelante.

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Nota: 

Con la pandemia, se ha restringido el acceso y la libre circulación en los campos de refugiados. También la entrada de periodistas. En uno de los encuentros con Naden, la policía irrumpió en la vivienda: registraron todo el módulo, revisaron móviles y tarjetas de video de las periodistas y amenazaron a la familia con que la presencia de las informadoras podría suponerles problemas legales. Finalmente, arrestaron a las periodistas y las expulsaron del campo.

Pieza publicada originalmente en Ctxt

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