La población trata de adaptarse a esta nueva realidad bélica en un Beirut desbordado por la llegada de decenas de miles de personas desplazadas de todo el país
Beirut
Entre los escombros, quedan restos de vidas quebradas. Una olla abollada, un vestidito de tul y lentejuelas, jirones de alegre ropa estampada, un servilletero vacío, cojines burdeos en una sola pieza, o una muñeca boca abajo. A todos esos pedazos de cotidianidad los cubre una fina capa de polvo gris. En el aire, estas partículas contaminan las gargantas de aquellos que se paran a admirar las ruinas. “Todo ha desaparecido, ya no queda nada”, lamenta una mujer frente a los restos de su casa. Su mirada perdida se mantiene instalada en el boquete que el misil israelí dejó en su fachada, desnudando el interior de una intimidad construida a lo largo de toda su existencia. “Mamá, ¡espera!”, grita su hija desde el interior del edificio. “¡Ven! Han encontrado algo”, afirma señalando una enorme bolsa de plástico llena de ropa teñida de gris. “Esto lo lavamos y ya está”, celebra, mientras a su madre se le escapa una sonrisa de felicidad.
Cogidas del brazo, madre e hija abandonan su barrio pisando los escombros del edificio residencial que solían ver desde su ventana. “Nosotras no estábamos en casa, así que, por suerte, estamos bien, pero nuestros vecinos han muerto, ¿qué se supone que tenemos que hacer ahora?”, se pregunta la mayor de estas mujeres que prefiere no revelar su nombre a la prensa. Dentro de esa bolsa, rasgada por la violencia israelí, entre los pliegues de la ropa, aún sobrevive una realidad ya extinta. En el barrio beirutí de Basta, los recuerdos intactos salvados del polvo gris suponen un viaje al pasado inmediato. Ese pasado de hace apenas días en que la guerra no había alcanzado sus hogares. Ahora, en cambio, Beirut es una ciudad en guerra, una ciudad sometida a la guerra. Igual que gran parte del Líbano, subyugado a los bombardeos israelíes que ya han matado a 1.700 personas en menos de un mes.
Beirut es una ciudad en guerra, una ciudad sometida a la guerra
Un simple paseo por Beirut –capital siempre cosmopolita y diversa– pone de manifiesto su reciente transformación. En apenas días, los espacios se han desvirtuado. Cuando el pasado 23 de septiembre Israel intensificó su campaña de bombardeos sobre el sur y el este del Líbano, en zonas con supuesta presencia de la milicia libanesa Hizbulá, decenas de miles de personas abandonaron sus hogares. Unas 550 no llegaron a tiempo y perdieron la vida ese mismo día. El 23 de septiembre de 2024 se convirtió en la jornada más letal desde la guerra civil libanesa (1975-1990) y la más mortífera en 76 años de conflicto entre Líbano e Israel. Desde entonces, 1,2 millones de personas, una quinta parte de la población, han escapado en el mayor movimiento de desplazamiento de la historia del país de los cedros.
La mayoría huyeron hacia Beirut y otras localidades del norte del Líbano. “Mi familia y yo tardamos 15 horas en llegar hasta Beirut”, explica Haji, de Maroun El Ras, a 125 kilómetros de la capital y a apenas metros de territorio israelí. En circunstancias normales, hubieran tardado dos horas y cuarto en alcanzar esta ciudad. “Mi casa ha quedado completamente destrozada”, explicaba este chico de 12 años horas después de llegar a su nuevo refugio, una escuela de hostelería en Dekuane, a las afueras de la capital, que ha reconvertido sus aulas en habitaciones para familias enteras. Pero, a medida que ha ido aumentando la violencia, que Israel intensifica sus ataques a lo largo y ancho del territorio libanés, cada vez son menos las privilegiadas que pueden contar con un techo sobre sus cabezas.
Muchas de las nuevas personas desplazadas, especialmente aquellas venidas de los suburbios sureños de Beirut –conocidos como Dahiyeh, suburbio en árabe–, no tienen otra opción que dormir a la intemperie. La gran mayoría provienen de suburbios predominantemente chiítas controlados por Hizbulá, y huyen a barrios cristianos o suníes, teóricamente más seguros. Más de 800 de los aproximadamente 1.000 refugios abiertos por el gobierno libanés están al límite de su capacidad. Por eso, Beirut se ha llenado de familias desperdigadas por todo su reducido espacio público. En los parques y las plazas pasan las horas niñas, mujeres, hombres y mayores. “No queremos otra cosa que regresar a nuestros hogares”, pide Nour Sabbah, oriunda de Dahiye. “No queremos depender de los demás, queremos ser iguales”, implora esta mujer de 69 años, reclamando la dignidad que la guerra trata de arrebatarle. Hace 11 días que no se ducha. Tras dormir las dos primeras noches en el paseo marítimo de Beirut, ahora se ha trasladado a un edificio abandonado de la céntrica Plaza de los Mártires con su hijo, su nuera y su nieto.
Frente a un exclusivo café del downtown beirutí, decenas de refugiados sirios y trabajadoras domésticas migrantes aprovechaban cada centímetro de hierba para pasar sus días. Sobre sus cabezas, un dron israelí zumba a todas horas. “Huímos de la guerra en nuestro país para acabar en la de otro país que nunca nos ha querido”, lamenta la siria Marie. “Antes ya teníamos problemas para pagar el alquiler, pero ahora no tenemos absolutamente nada”, afirma, aferrando con fuerza su bolso, lo único que se pudo llevar de su casa en Dahiyeh durante su huída acelerada. Dos días después de esta conversación, ya no quedaba ni rastro de todas esas personas en el pequeño jardín de este exclusivo barrio beirutí. El alambre de espino que rodea todos sus accesos es una muestra más de la rapidez con la que se ha agotado la solidaridad libanesa.
Día a día, hora a hora, Beirut continúa cambiando. Igual que la vida de miles de personas en todo el Líbano. Desde las que han huído del país por cualquier vía –opciones hay para todos los bolsillos por tierra, mar o aire– hasta las que no han tenido más remedio que quedarse para acabar malviviendo en espacios ajenos, pasando por aquellas que han decidido cerrar sus negocios o cambiar su rutina para entregarse a la respuesta nacional de ayuda a los desplazados. “Todo el mundo está intentando hacer lo posible por aportar algo en esta situación en la que nos encontramos, porque nos da un poco de consuelo quedarnos aquí todo el día, trabajando para quienes nos necesita en estos tiempos difíciles”, explica Jenny Tahebo, la gerente de operaciones de Nation Station. Esta gasolinera abandonada reconvertida en cocina comunitaria durante la explosión del puerto de Beirut en el 2020 ha pasado a cocinar un millar de comidas a la semana para el vecindario a 3.000 al día para repartir de forma gratuita entre la población desplazada.
"Huímos de la guerra en nuestro país para acabar en la de otro país que nunca nos ha querido"
“Vamos al día”, reconoce Ziad, que ha decidido cerrar su exclusivo restaurante para cocinar para los desplazados. De alguna forma, el país de los cedros intenta adaptarse a esta nueva normalidad constantemente cambiante. Barrios como Basta, en el centro de Beirut, y sin control de Hizbulá, de repente son blanco de los ataques israelíes. Pero no sólo eso. El campo de batalla decidido por Tel Aviv se ha expandido con bombardeos en el centro y el norte del Líbano, que arrasan, sobre todo, con vidas civiles sin explicación alguna. Incluso las tropas de la misión de paz de Naciones Unidas (FPNUL) en el sur del Líbano han sido atacadas por los tanques hebreos, provocando una veintena de heridos en la última semana. A diario, las libanesas son testigos, como lo fueron en su momento las gazatíes, de cómo Israel cruza líneas rojas sin ningún reproche por parte de sus aliados o la comunidad internacional.
Mientras el Líbano busca adaptarse a la nueva realidad bélica entre sus fronteras, la población mira con pesimismo el futuro. “El pueblo no quiere la guerra, pero la guerra no sucede simplemente”, afirma Hasán, conductor de autobuses oriundo del sur del Líbano pero residente en Beirut. “Mira a los países: Estados Unidos, Israel e Irán, ellos son los dueños de nuestro destino”, denuncia. “[Los israelíes] empiezan gradualmente, pero harán lo mismo que en Gaza, ya están atacando hospitales y han matado a [un centenar de] niños en el Líbano”, denuncia Hasán, que prefiere no compartir su nombre completo. Ante la impunidad con la que ha avanzado la guerra genocida israelí contra Gaza –ya van más de 42.220 muertos y la completa destrucción de toda infraestructura civil que sea signo de vida–, a las libanesas no les queda otra que esperar y tratar de ponerse a salvo. Ir al día les evita pensar en un futuro que tal vez nunca llegue a ser.