“Desde que empezó la crisis del coronavirus aquí, en el campo de Nea Kavala, han llegado hasta 400 personas. Pero yo no puedo salir ni a comprar”. Denuncia Omran, un chico sirio residente en el campo de refugiados de Nea Kavala. Aunque la pandemia del coronavirus ha afectado a todos los rincones del planeta, las medidas restrictivas de esta crisis sanitaria no han golpeado de la misma manera a todo el mundo.
Desde la primera ola que sacudió Europa, los campos de refugiados han sido confinados y sus habitantes han navegado en un mar de incertidumbre y desinformación que dura hasta día de hoy. ¿Pero, es el confinamiento en los campos de refugiados una opción de prevención ante el virus? Testimonios de quienes residen en campos y personas voluntarias han mostrado su desacuerdo. “Como pasa en otros campos de Grecia, la falta de test, de medidas sanitarias e higiénicas y la masificación imposibilita el seguimiento de las recomendaciones contra el covid-19”, cuenta Omran.
Además, según afirma una de las voluntarias de la organización en Lesbos Women in Solidarity House (WISH), Inés Marco, las medidas de apertura del país en las fases de desescalada no iban de la mano de lo que sucedía en los campos de refugiados. Para muestra un botón: en el primer confinamiento duro, que prohibía la salida de las viviendas excepto por motivos esenciales, el Gobierno griego decretó el inicio de la desescalada el 4 de mayo, mientras que los campos de personas refugiadas debieron permanecer cerrados hasta el 21 de junio, a pesar de la ausencia de casos de covid-19 dentro los recintos. Además el primer ministro, Kiriakos Mitsotakis, añadió en su discurso que para evitar la propagación del virus los campos de las islas del Egeo, como Lesbos, tenían que mantenerse confinados hasta nueva orden, a la vez que se iban abriendo los aeropuertos para dar tregua al turismo de verano.
El virus, finalmente, y pese a las medidas de confinamiento, llegó a los campos en septiembre. Pero la perspectiva de los que en ellos viven con respecto a esta pandemia suele ser distinta a la europea. El virus es uno más entre otros tantos problemas, muchos de los cuales, precisamente, son potenciados por las medidas que se suponía debían protegerlos.
Limitación de derechos fundamentales
Con el paso de los meses se ha podido observar cómo el cierre de los campos de refugiados y el hacinamiento de sus habitantes han provocado restricciones al acceso a la educación, la sanidad y a productos de primera necesidad. Pese a que en septiembre se reabrieron las escuelas públicas de Grecia, el confinamiento dejó a miles de niños y niñas migrantes que viven en estos asentamientos al margen. “El hecho de que se volviera a confinar el campo y la posterior noticia del número de casos positivos hizo que las escuelas denegaran el acceso a la educación pública para sus residentes”, explica Àlex, un joven voluntario que trabaja en el norte de Grecia.
Según reporta Unicef en el último informe de 2019, se estimaba que en Grecia había 28.000 menores en situación de tránsito de los cuales 4.815 viajaban solos y sólo 11.500 estaban inscritos en la educación formal. De acuerdo con estos datos se calcula que sólo 4 de cada 10 menores migrantes están escolarizados en Grecia. La misma organización denuncia la disminución de matriculaciones y asistencia a clases de niños refugiados y migrantes debido a las medidas de confinamiento.
Además, las ONGs han tenido que suspender toda actividad lúdica y educativa dentro de los campos. “Mis hijos no pueden ir a la escuela desde antes de que hubiera casos positivos, ya llevamos cinco meses así”, cuenta Naden, una mujer palestina con tres hijos menores que, desde que abandonaron su país, han tenido un acceso muy limitado a la educación formal; la menor nunca ha ido a la escuela. “Yo intento enseñarles y darles clase en el container pero es muy difícil”.
El suministro de alimentación y productos básicos, ya precario antes de la llegada de la crisis sanitaria, también se ha visto afectado por el confinamiento. Según Rajab, un chico afgano de 21 años, “si no nos dejan salir a comprar, con la comida que nos llega al campo no tenemos suficiente”. En general, el ejército griego distribuye comida congelada de calidad muy sospechosa cada tantas semanas. Un suministro que se complementa con la llegada esporádica de alimentos por parte de la organización DRC (Danish Refugee Council).
Pero la limitación del acceso de ONGs al campo ha hecho menguar la entrada de comida. Aún así, según testimonios de personas que viven en el campo de refugiados de Nea Kavala, los policías y guardias de seguridad hacían la vista gorda, permitiendo que los residentes llegaran caminando hasta el Lidl más próximo. El coche de policía, sin embargo, se situaba pasado el supermercado, impidiendo que las personas que viven en el campo se acercaran al pueblo más cercano. El virus, por tanto, no suponía un problema a la hora de potenciar el consumo de tales multinacionales.
En términos de sanidad, las medidas muestran incoherencias similares. A pesar de confinar los campos sin casos positivos de covid-19, con la aparente intención de “proteger” a sus residentes, la enfermedad ha acabado por propagarse y las condiciones para controlarlo no son ni de lejos las necesarias. La falta de especialistas en medicina para abastecer a todos los residentes del campo es un hecho.
Según expone Inés Marco, muy a menudo las unidades médicas familiares en los campos de Lesbos, como antes Moria y ahora Kara Tepe, no están disponibles para atender las múltiples indisposiciones que tiene los residentes, así como diarreas, infecciones vaginales, dolores estomacales etc, que son consecuencia de la mala dieta e higiene. Además, el acceso a la sanidad griega es otra barrera más para muchas personas migrantes que han denunciado la constante cancelación de citas o su inefectividad debido a la falta de traductores. A pesar de la media de edad joven entre los habitantes, el resultado ha sido la rápida propagación del covid-19.
El 27 de septiembre, las autoridades griegas anunciaron la primera muerte por coronavirus en un campo griego, el de Malakassa, cerca de Atenas. El virus llegó primero al campo de Vial, en la isla de Quíos y después a Moria, en Lesbos, donde se intensificaron las protestas debido a las duras medidas de confinamiento.
En diciembre, la organización humanitaria Médicos Sin Fronteras ha registrado más de 100 casos positivos en el campo de Vathy, en la isla de Samos, donde viven alrededor de 4.300 personas. La ong denuncia que las condiciones de aislamiento para los positivos son “inaceptables, en el mejor de los casos, y peligrosas, en el peor”. Su equipo de salud mental ha diagnosticado un 37% de los habitantes en riesgo de suicidio debido a tales condiciones.
Por lo que se refiere a las campañas de vacunación contra la Covid-19, Grecia empezó a vacunar el día 27 de diciembre. Según fuentes de la organización Drop in the Ocean, que trabaja con personas refugiadas en el norte del país helénico y en la isla griega de Samos, de momento los residentes de campos de refugiados no entran dentro de esta campaña, ni siquiera la tercera edad. Por su parte, la Federación Internacional de la Cruz Roja (FICR), ha exigido que los migrantes sean incluidos en las campañas de vacunación nacionales contra el covid-19.
Violencia institucional
El confinamiento de los campos de refugiados ha aumentado la violencia de la institucionalidad europea y sus políticas migratorias, sólo que con una aparente buena excusa: el virus. La pandemia ha servido como pretexto para dificultar aún más los ya laberínticos procesos legales de asilo. Según declara uno de los coordinadores de la organización Mobile Info Team, que trabaja para dar asistencia a nivel legal en los procesos de asilo, la demanda de información sobre citas, restricciones y multas, a la oficina aumentó exponencialmente durante los últimos meses.
“A mi madre y a mis hermanos ya les han aceptado el asilo, pero a mí me cancelaron la cita debido a la pandemia y ¡me la han pospuesto un año!”, denuncia Rajab. Los planes de la familia quedan, por tanto, divididos y a Rajab no le quedará más remedio que intentar llegar a Alemania para reunirse con su familia por vías irregulares. Esta no es la única familia a la que le sucede algo parecido. Adam y Roy, dos hermanos que migraron solos siendo menores desde Siria, siguen procesos legales distintos. Roy ya tiene su pasaporte, pero Adam sigue esperando a la próxima cita.
Por si fuera poco, a aquellos aceptados como demandantes de asilo se les retira el mísero sueldo mensual de 150€ al mes, por lo que la familia entera depende del sueldo de uno sólo de sus miembros, en caso de que sea mayor de edad. Con respecto al dinero, la imposibilidad de salir del campo también ha dificultado el acceso al banco, que debe ser debidamente justificado. Testimonios denuncian que no han podido cobrar su sueldo durante los meses de pandemia debido a la imposibilidad de acceder al banco más cercano. Esto deja a familias enteras en umbrales de precariedad muy elevados, pero sobretodo acaba con la dignidad de tener algo de dinero para poder gestionar tus recursos sin depender de la comida congelada que Europa proporciona. Además, los negocios surgidos dentro de los campos —panaderías, peluquerías o pequeños colmados— están siendo también perseguidos y criminalizados.
La violencia institucional de la Europa de fronteras ya estaba presente, pero este virus ha justificado e invisibilizado la represión en aquellos espacios de exclusión; las fronteras y los campos de refugiados. Espacios que no son ni de un lado ni de otro, ni oriente ni occidente. Simplemente están allí, presentes en el imaginario popular, que se está acostumbrando a la existencia de estos espacios de incertidumbre, pero impalpables para la mayoría,debido a su cada vez mayor aislamiento. El cierre de los campos ha atentando contra la dignidad y múltiples derechos esenciales de las personas en tránsito pero, sobretodo, ha justificado el aislamiento e inaccesibilidad a ellos, potenciando la deshumanización de quienes allí viven.
Pieza publicada originalmente en El Salto