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Las venas aún abiertas de El Estor

22 de mayo de 2024
Las plantaciones de palma africana de la empresa NaturAceites se insieren entre las casas de la comunidad de Palestina Chinebal. | Andrés Arnal

En Guatemala, uno de los países más peligrosos del mundo para ser defensora de derechos humanos, líderes y lideresas indígenas arriesgan sus vidas para defender el territorio. En el valle del Polochic, empresas extractivistas, el crimen organizado y un estado corrupto dominan el paisaje

Guatemala

María aún recuerda el día en que llegaron los soldados. Iban acompañados de cientos de antimotines de la Policía Nacional Civil. Era una mañana calurosa de octubre de 2021. El día anterior, el presidente Alejandro Giammattei, a petición de ‘la empresa’, había firmado el decreto que declaraba el Estado de Sitio en el municipio. Para mucha gente, ese día empezaron las detenciones, los allanamientos en sus casas, la criminalización y la persecución. Algunas de las personas defensoras de derechos humanos tuvieron que huir a las montañas. Temían ser capturadas, o peor, que las asesinaran. 

Llevaban 20 días manifestándose. Protestaban porque la mina continuaba operando de manera ilegal pese a la prohibición emitida dos años antes por parte de la Corte de Constitucionalidad. De acuerdo con el órgano judicial, la mina debía celebrar una consulta comunitaria como estipula el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). No lo hizo. Protestaban también por la contaminación del lago que acababa con su modo de subsistencia: la pesca. Ese día, más de 500 militares, policías y antimotines invadieron las calles del municipio donde vive María. 

Mujeres maya Q’eqchi’ presentes en una reunión de la comunidad de Palestina Chinebal. | Andrés Arnal

Poco más de trescientos kilómetros separan la capital de Guatemala de El Estor. A simple vista, es un municipio tranquilo del noreste del país. Situado entre montañas y a orillas del lago Izabal, este territorio de mayoría población maya q’eqchi´ continúa padeciendo decenas de conflictos: corrupción gubernamental, intereses privados de empresas extractivistas y crimen organizado. Un triángulo de tres vértices que tiñe el paisaje de El Estor. En el norte, hay una mina de ferroníquel propiedad de Solway Investment Group, una multinacional de capital ruso con sede en Suiza que hasta hace poco operaba en el municipio. En el sur se sitúa NaturAceites, una gran empresa de monocultivo de palma africana. Las dos tienen adeptos y opositores; entre los últimos hay asesinatos, persecuciones, comunidades desalojadas y vulneraciones sistemáticas de derechos humanos.

La contaminación del lago acababa con su modo de subsistencia: la pesca

Dos años más tarde, María Magdalena Cuc Choc, nos recibe en su casa, una humilde vivienda de madera en el casco urbano de El Estor. Aunque el sol ya se pone entre las montañas verdes del valle del Polochic, el calor aún hace estragos en este municipio del caribe guatemalteco. Entre el ruido de gallinas correteando a nuestro alrededor, esta lideresa indígena y defensora del territorio y el pueblo q’eqchi´ se encarga de recordarnos que el conflicto no es reciente, tiene más de 50 años. Con voz pausada pero apenada, asegura que no sale mucho de casa, tiene miedo. “Desde el estado de sitio ellos han ganado, porque nos han apagado. Nos encontramos desmovilizados y no podemos asociarnos ni socializar nuestras ideas, ahora todo está controlado”.

María Cuc Choc, defensora de los derechos humanos y lideresa indígena del pueblo maya Q’eqchi’, posa en su casa de la comunidad Las Nubes, en El Estor. | Andrés Arnal

El peligro de ser defensora de los derechos humanos

Guatemala continúa siendo uno de los países más peligrosos del mundo para defender los derechos humanos y ambientales. Desde el año 2017, 69 defensores y defensoras han sido asesinadas en el país, según datos de la organización Unidad de Protección a Defensoras y Defensores de Derechos Humanos de Guatemala (Udefegua). A esta cifra se le suman más de 10.000 casos de agresiones contra personas, organizaciones y comunidades, que incluyen criminalización, acoso, intimidación, amenazas y violencia física y sexual.

María lo sabe bien. El año 2016 emitieron una denuncia penal en su contra por delitos que asegura jamás cometió y que considera que son una represalia por su activismo contra la minería. “A parte de mi lengua materna, el q’eqchi´, me desenvuelvo un poco en castellano, y por esa razón muchas comunidades se han acercado para pedirme que sea intérprete o portavoz”. Ha apoyado a mujeres sobrevivientes de violencia machista para poner denuncias, ha acompañado el caso judicial de 11 mujeres que fueron violadas por la seguridad privada de la minera en el marco de un desalojo de la comunidad, y es testigo clave en el asesinato de su cuñado, el activista Adolfo Ich, perpetrado también por guardias de la minera.

Guatemala continúa siendo uno de los países más peligrosos del mundo para defender los derechos humanos y ambientales
En un cartel del Ministerio público de Guatemala se lee el nombre de Pedro Cuc Pan, junto con el de Mariano Choc Bol y Pedro Choc Ico, líderes comunitarios de la aldea Chapín Abajo perseguidos, y por los que el gobierno ofrece 50.000 quetzales (unos 6.000 euros). | Andrés Arnal

“Lo que jamás imaginé es que esto significaría un caso de criminalización y persecución en mi contra”, relata María. Tras ser encarcelada y recobrar su libertad, el pasado junio de 2023 fue condenada a dos años de prisión por usurpación agravada. Pero la persecución contra esta lideresa indígena no se ciñe únicamente al ámbito judicial. 

— “Veo vehículos pararse, aquí en frente de mi casa, a altas horas de la noche. Entre cinco, seis, siete grupos de hombres armados”, cuenta.

María, igual que todos los pobladores de El Estor, sabe quiénes son estos “hombres armados”. Sostienen que son criminales y sicarios contratados por la mina.

— “A mi hija mayor la quisieron secuestrar, a una cuadra de aquí. En un callejón silencioso, ella volvía del colegio, pero la venían siguiendo dos motocicletas y la quisieron meter en la moto, la jalaron de la mochila”. Por suerte fallaron, dice.

Sus hijos han tenido que huir de El Estor. Perseguir a familiares se ha convertido en una estrategia más para generar miedo y desmovilizar a quienes luchan por sus tierras y sus derechos.

“Lo que jamás imaginé es que esto significaría un caso de criminalización y persecución en mi contra”, relata María
Extensas plantaciones de palma africana rodean la aldea de Palestina Chinebal. A escasos metros de las tres palmeras, un destacamento militar protege los terrenos de la empresa. | Andrés Arnal

Por su parte, al ser consultada sobre las acusaciones de persecución y vulneraciones sistemáticas de derechos, la oficina de comunicación de Solway negó todos los hechos. Aseguran que están comprometidos con el respeto a los derechos humanos y tachan estas acusaciones de “hechos intencionalmente tergiversados y suposiciones manipuladoras”.

Los desalojos que no cesan 

La vida de María ha estado marcada por los continuos intentos de desalojo de su comunidad, Las Nubes. A lo largo de los años, el asedio por parte de la empresa de ferroníquel ha sido constante. Ésta reclamaba la propiedad de la tierra para continuar y ampliar sus operaciones.

Sin embargo, el minero no es el único conflicto al que se enfrentan los habitantes de El Estor. En el sur del municipio, un inmenso laberinto de palmeras gigantes domina el paisaje. Kilómetros de extensiones forman un gran mar verde, donde la palma africana amenaza la existencia de 16 comunidades.

Cinco países de Latinoamérica figuran entre los diez más grandes productores de aceite de palma del mundo. Guatemala se encuentra en el segundo puesto, y el sexto a nivel mundial. Si hay algo en común que comparten estos países es que sus extensas plantaciones de palma aceitera son protagonistas de múltiples conflictos socioambientales.

Domingo Choc con una camiseta con la proclama #ElEstorResiste, popularizada tras el Estado de Sitio. Es uno de los 55 miembros de la comunidad Palestina Chinebal represaliados y perseguidos por defender sus tierras de los desalojos. | Andrés Arnal

Entre el laberinto de plantaciones, viviendas de madera y techo de lámina albergan a más de 800 familias en una comunidad de difícil acceso, Chapín Abajo. La mayoría se dedica a la agricultura y a la pesca, aunque desde que llegó la mina cada vez hay menos peces, aseguran.  

Las extensas plantaciones de palma aceitera son protagonistas de múltiples conflictos socioambientales

Pedro Cuc Pan camina siempre rodeado de un grupo de voluntarios de la comunidad que lo protegen. De pelo largo y tez envejecida, su actual imagen dista mucho de la que aparece en el cartel que ofrece una recompensa de 50,000 quetzales —unos 6.000 euros—  por su captura. La persecución judicial contra él y dos líderes más de la comunidad se inició después que, en octubre de 2021, decidieron apoyar la resistencia antiminera en el centro del municipio. Aseguran que tienen que pensárselo tres veces antes de salir a traer alimento para sus familias. El miedo a que sean capturados o perseguidos por las autoridades les impide ir a cultivar el maíz o salir a trabajar.

“Hoy no nos quieren buscar con policías o con militares, sino que están buscando la técnica para podernos quitar la vida. No esperamos un uniformado, esperamos a un sicario o a un narcotraficante para que estas empresas puedan silenciar nuestra voz”, asegura Pedro. Para evitarlo, la entrada de la aldea está vigilada las 24 horas por voluntarios armados de la comunidad.

Anochece en Palestina Chinebal, otra de las comunidades que se encuentra en una de las zonas que NaturAceites necesita para continuar con su proyecto. Las extensas plantaciones de palma africana rodean la aldea, incluso entre las casas, entre sus cultivos. A escasos 100 metros, un destacamento militar protege los terrenos de la empresa. Los intentos de desalojo mantienen bajo el miedo a las familias campesinas. El último se produjo en noviembre de 2021, en cuestión de horas perdieron todas sus pertenencias. Según algunos testimonios, en ese momento empleados de la compañía aprovecharon para prender fuego a las casas de la aldea. A pocos metros de distancia, los policías observaban impasibles la escena. No era el primer intento de desalojo que sufría esta comunidad. Con este, son doce en los últimos dos años. NaturAceites, con la complicidad del Estado, reclama las tierras para continuar plantando palma africana.

Con sus más de 50 años, Domingo Choc, un agricultor de tez quemada por el sol, asegura que en uno de los últimos desalojos mataron a tres compañeros suyos. Las mujeres, asegura, también son víctimas del conflicto. Ese mismo día, dos de ellas fueron encerradas en su casa y violadas por la policía. 

Un inmenso laberinto de palmeras rodea la comunidad de Chapín Abajo. Las plantaciones gigantes se insieren hasta el cementerio y amenazan la existencia de la comunidad. | Andrés Arnal

A día de hoy, los pobladores viven con miedo. Con la incertidumbre y el desgaste psicológico de que una mañana, entre las montañas que rodean la aldea, aparezcan —otra vez— cientos de hombres uniformados a desalojarlos de sus tierras. De las tierras que reclaman como herencia de sus ancestros. 

La violencia en el cuerpo de las defensoras 

Esta es zona caliente, tierra de sospechas, de ojos que lo ven todo, cada vez es más visible el papel que desempeñan las mujeres de los pueblos originarios en la defensa de la vida, el territorio y el medio ambiente. “Dentro del trabajo comunitario, colectivo, la participación de las mujeres juega un papel muy importante. En la cultura q’eqchi´ las mujeres son el pilar del tejido de toda lucha dentro de su comunidad” asegura María. Y es que, a medida que los proyectos del sector extractivo se instalan en sus comunidades, la presencia y participación de estas mujeres q´echi´ ha sido vital para la continuidad de sus luchas: han alimentado, criado y sostenido sus hogares y al mismo tiempo su entorno y comunidades.

“En la cultura q’eqchi´ las mujeres son el pilar del tejido de toda lucha dentro de su comunidad”

Sin embargo y con frecuencia, los derechos de las mujeres no están protegidos por el Estado, y ellas se convierten en víctimas de la violencia de género cuando defienden sus territorios. A veces por parte del mismo Estado, a veces por parte de otros actores implicados en el conflicto. La violencia sexual contra las mujeres indígenas continúa siendo un instrumento represor usado contra aquellas que se oponen al expolio de sus territorios.

 “En este país, el que defiende, el que grita las injusticias, el que alza la voz tiene orden de captura. Lo encarcelan. Lo asesinan. Es lo mismo que durante el conflicto armado”, sentencia María. Resignada, asegura que la criminalización que ha padecido ha desgastado su salud, necesita parar para sanar.

Mientras tanto, el acoso constante por parte del poder político, los trabajadores de la empresa y de las fuerzas armadas, les recuerda que sus problemas no han terminado.

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