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Las que se quedan, una historia en femenino

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3 de diciembre de 2021
Una dona espera les barques dels pescadors a la platja de Mbour | SARA AMINIYAN

En el puerto de Mbour el olor fuerte a pescado inunda todos y cada uno de los rincones entre el mar y el mercado. En ese espacio abarrotado de tenderetes, a lo ancho de la playa, las mujeres limpian y transforman el pescado desde altas hora de la mañana. En el mar, los hombres salen a navegar cada vez más kilómetros para pescar. En la playa, los niños recogen el pescado y lo dejan en la orilla para que las mujeres puedan trabajarlo. Es el mecanismo que ha sostenido la economía de Senegal durante generaciones y que, debido al expolio pesquero de Asia y Occidente, está ahora quebrándose y motivando a tantos a embarcarse en peligrosas travesías hacia Europa.

Ndeye es una de esas mujeres del puerto. Saluda y charla con sus amigas pero sobre todo elabora su tarea en silencio, pensativa. Su cuerpo, ya mayor, está cansado de tantas horas trabajando y la angustia de tener que mantener a toda la familia no la deja descansar.

“Mi hijo Babakar se fue hace 11 meses. Él era pescador pero la pesca ya no va bien, tantos barcos acaban con el pescado. Se vió obligado a ir a España, no podía sostener a su familia. Yo no quería, pero se metió en una pirogue con 100 personas. Sin decirme nada.” Los jóvenes que deciden migrar no suelen informar a sus madres o esposas porque saben que se lo impedirían.

Senegal cuenta con 700 km de costa, una de las zonas con más pescado del mundo que ha generado uno de los sistemas más fructíferos de pesca artesanal, y por tanto sostenible, del mundo, permitiendo vivir y trabajar a millones de senegaleses. En 2020 se renovó un contrato de pesca de 5 años entre la Unión Europea y Macky Sall, el presidente de Senegal, en el cual se aceptaron 45 barcos europeos, 29 de los cuales son españoles. “Estos barcos acaban con el ecosistema y dejan el mar como un desierto, sin vida,” denuncia Soda Niesse, activista senegalesa que ahora reside en Gran Canaria. “Las pateras que veis llegar a España servían para pescar, ahora no pueden hacerlo, y vienen aquí. Si dejas a la gente sin comida, van a ir a buscarla, la gente siempre sigue la materia prima.”  En el puerto, las mujeres nos cuentan que sus hijos ahora pasan más de tres días en el mar para buscar pescado, “viajan más de 500 km, hasta Mauritania o Cassamance, para encontrar lo que antes estaba en la playa. A veces están días en el mar y vuelven sin nada; todas aquí tenemos algún hijo que se ha ido a Europa”.

Además de Babakar, Ndeye, de 56 años, tiene cinco hijos más de los que está a cargo, sus nietos, y su marido, que no trabaja “porque ya es muy mayor”, explica, aunque tienen una edad similar. En su casa también vive su hermano, que se quedó sin trabajo a raíz del cierre de los hoteles causado por la pandemia del coronavirus. En Senegal es tradición que cuando una pareja se casa la mujer pase a vivir con la familia del marido, así que en casa de Ndeye también hay hueco para la mujer de Babakar y sus dos hijos. Ella ha tenido que reinventarse y alargar su horario laboral. Cuando le preguntamos por cómo es un día normal en su vida contesta, resignada: “Cada día me voy a las 6 de la mañana y vuelvo a las 20.00. Antes dejo la comida preparada para todos y al volver cocinamos lo que haya podido comprar después de la jornada de trabajo.” Ella se encarga de todo, de la comida, la higiene, los cuidados, y la economía de su familia.

En Senegal, esto no es algo extraño, las mujeres participan de la economía productiva desde hace años. El expresidente Abdoulaye Wade, aprobó la ley de paridad laboral entre hombres y mujeres. Esta medida se consideró un gran avance progresista para el país, pero no tuvo en cuenta una tradición que obliga a las mujeres a encargarse del hogar, lo que las somete a unas dobles jornadas durísimas, que en muchos casos solo empeoran cuando el hombre decide migrar.

Ndeye tiene 56 años y una familia muy extensa a su cargo. Trabaja desde el amanecer hasta el anochecer para mantenerlos | SARA AMINIYAN
Seynabou toma nota del dinero que han llevado las mujeres, y los guarda, para tener en el día la gestión de los ahorros para el Tabaski, la Fiesta del Cordero | SARA AMINIYAN

En el mercado, un espacio cercano al puerto donde venden el pescado, las mujeres se organizan para crear todo tipo de negocios. En una esquina, Aminata y Mame  cocinan Fataya, una especie de empanadas con carne, tomate y huevo. Una la amasa y las pone en la sartén y la otra las pone en un cono de papel para venderlas. Son baratas, unos 150 Francos CFA, una especie de opción fast food a la senegalesa. A su lado, otra mujer más mayor vende mangos. Otras se pasean por las calles con un plato en la cabeza repleto de bolsas de plástico con agua dentro, que las multitudes de gente y coches compran para amainar el calor bochornoso de la temporada de lluvias. Una de las mujeres, también mayor, que vende pescado en el mercado, nos dice mirando al vacío, mientras usa un palo típico para lavarse los dientes: “Si pudiésemos todas, nos iríamos también, pero no podemos, debemos quedarnos para cuidar a la familia.” Es común que ellas deban esperar la aprobación de su marido desde Europa para reunirse con él. “Si él consigue los papeles y me puede llevar, sí que me iría, pero es él quien lo decidirá, si voy o me quedo, así es la tradición senegalesa,” cuenta Siga desde su puesto, “además ir en pirogue es muy peligroso, yo no tengo la sangre fría de meterme en una barca llena de hombres, durante días en el mar.”

Entre las esquinas de Saly Portudal, un barrio de la periferia de Mbour, nos encontramos con un patio donde un grupo de unas veinte mujeres se sienta en círculo. Llevan vestidos tradicionales, de colores chillones pero bien combinados, y sus turbantes. Están alegres, hablan alto en su lengua materna, en wolof, y se ríen a carcajadas. Hoy, a Fary, le toca traer los cacahuetes y preparar el té. Es la más extrovertida del grupo y cuenta una broma tras otra mientras mezcla el té de taza en taza, concienzudamente, durante una media hora. Seynabou, con su turbante rosa fucsia, pasa lista. “Soy la directora del grupo, me escogieron por asamblea, eso significa que paso lista y hago el recuento del dinero, pero no tomo sola ninguna decisión”, nos aclara. Como ellas, mujeres de todo el país se reúnen en sus barrios con familiares y vecinas una vez por semana para realizar la tontin, un grupo de ahorro organizado por y para las mujeres. Mientras charlan, cada una aporta el precio establecido, entre 500 y 1.000 francos CFA. Seynabou apunta cuidadosamente en una libreta la aportación de cada una y, una vez al mes, se entrega rotativamente el dinero ahorrado a una de las miembras del grupo, que podrá comprarse algo que le haga falta a la familia o invertir en un nuevo negocio. “Es como un préstamo del banco, pero sin intereses, lo que recibes un mes lo devuelves poco a poco los siguientes,” nos explican.

Como la tontin, existen muchas estrategias similares. “Nosotras nos reunimos también los lunes, ese día traemos algo de dinero para ahorrarlo para la Tabaski” la fiesta del cordero, tal vez la celebración más importante del país, en la que deben comprar comida y vestidos para toda la familia.

“Esto nos ayuda mucho, sinó no podríamos celebrar la fiesta como es debido, además siempre acabamos bailando, para sacar el estrés!” nos cuenta Seynabou burlona, con una expresión que lo daba todo a entender.

Pese a la antigüedad de estas estrategias de ahorro, la crisis económica del país ha hecho que muchas mujeres ya no tengan ni para aportar esos 500 francos, viéndose obligadas a disolver su tontin. “Hace tres años que ya no lo hacemos, lo que gano lo gasto cada día, debemos priorizar la comida, la escuela, los niños…” discuten en el mercado. En 2020 se estimaba que 767.000 personas en Senegal se encontraban en “situación de crisis alimentaria”, según un informe del programa de alimentos de las Naciones Unidas. La pandemia de covid-19 no ha hecho más que agravar la situación.

Un día de descanso

El domingo, Ndeye nos invita a comer a su casa, lleva toda la mañana preparando el típico Thieboudienne, una receta de arroz con pescado y verduras. Coloca el enorme plato en el centro de la habitación y toda la familia se sienta en el suelo para comer. Después las mujeres más jóvenes se levantan para lavar los platos y cubiertos. Ahora sí, dejan descansar a Ndeye, que se adormece en un sofá, cerca del ventilador. El domingo es su único día de descanso, pero al cabo de unas horas se prepara para marcharse. “Tengo que volver al puerto, debo hablar con los pescadores para asegurar el pescado de mañana.” La acompañamos y, durante el camino, reflexiona; “Antes todo era más fácil, porque Baba ayudaba, traía algo a casa cada día, ahora solo trabajo yo, y es más duro, si yo no voy al puerto no tenemos qué comer… Yo antes vendía mangos en frente de casa, unas horas cada día, pero cuando se fue tuve que empezar a trabajar más, y me fui al puerto”.

Declaraciones similares se repiten en distintas zonas del país. En Saloum, Awa cuenta que cuando su marido se fue tuvo que empezar a vender cacahuetes y bocadillos por las escuelas para poder pagar la educación de sus hijos. En Dakar, Sokhna explica que las mujeres tienen más experiencia y conocimiento que sus hijos y por ello deciden ir a la playa y al puerto a trabajar, “tenemos más confianza con los pescadores y nos pueden hacer un precio mejor.”  Además, en medio de sus largas jornadas, muchas coinciden en que deben buscar tiempo para dejar la comida preparada del día, muchas se levantan a las 5 de la mañana para hacerlo.

Seynabou toma nota del dinero que han llevado las mujeres, y los guarda, para tener en el día la gestión de los ahorros para el Tabaski, la Fiesta del Cordero | SARA AMINIYAN
Awa es la abuela de Ablay Yay, que murió en el mar en una patera que salió de Marruecos con la intención de llegar hasta España | SARA AMINIYAN

Abdou Aziz Seck es presidente de los actores comunitarios de la comuna de Path Toi, en Dakar. Esta figura tiene el rol de comprender las necesidades sociales y sanitarias de las comunidades para trasladarlas a los políticos de cada zona. Aziz se especializa en las necesidades sanitarias de las mujeres y la prevención de la violencia que sufren. “Hemos constatado que dentro de los matrimonios no se comparten las tareas domésticas. Hemos separado hombres y mujeres y les hemos hecho apuntar las tareas que realizaban de la mañana a la noche. Básicamente, los hombres no hacían nada y las mujeres todo” declara, mientras su mujer prepara el arroz y escucha de lejos la entrevista

De la misma forma que las mujeres han encontrado formas para organizarse económicamente, en comunidad, también lo hacen con las tareas reproductivas. “En África, todas somos madres y hermanas. A mi hijo lo han criado mis hermanas y mis vecinas, él las llamaba mamá tanto a ellas como a mí, siempre es así.” nos explica Soda desde Gran Canaria, añorando este sentido de sororidad, “aquí ni tus vecinas de enfrente te saludan.” La crianza en comunidad permite que una mujer vaya a trabajar todo el día, mientras las otras se quedan encargándose de la casa, de los niños y los mayores. Esta misma compañía es la que las ayuda también a sobrellevar los momentos de estrés y ansiedad. Entre mujeres comparten el dolor de haber perdido a su marido o su hijo, de echarlos de menos, de sufrir por ellos.

Ndeye lleva tiempo sin dormir bien, “cuando mi hijo se fue no podía dejar de pensar en él, en cómo estaba, si estaba vivo… sentí mucho dolor… Aún me voy a dormir cada noche pensando en Baba. Yo intenté convencerlo de que no se fuera…. Pero no me escuchó…” Detrás de la historia más visible de la migración existe otra casi igual de dolorosa, la de todas esas madres, esposas, hijas o hermanas que deciden seguir allí; dando toda su energía a sus familias, un heroísmo silencioso que supone una parte esencial de la complejidad de las migraciones.

Pieza publicada originalmente en Diari Ara (versión en catalán)

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