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Huir de matrimonios forzados y acabar siendo madre a la fuerza

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27 de abril de 2024
Aïcha pasea junto a su hija Hawa por las calles de Tánger. | Helena Rodríguez

Las violencias sexuales y de género persiguen a las mujeres en tránsito por la Frontera Sur, que tienen que reconstruir su autonomía después de ver vulnerada su libertad reproductiva

Tánger

Aïcha tenía veinte años cuando su tía le dijo que se casaría con un señor que le doblaba la edad y el dinero. Un hombre a quien no quería. En Guinea, el matrimonio forzado es una práctica común. 

“Algunas mujeres se suicidan. Otras huyen”, explica con naturalidad, mientras desentierra de debajo de una montaña de mantas la maleta que compró cuando decidió escapar de Conakry. En su país, más de la mitad de la población vive bajo el umbral de la pobreza y al menos una de cada tres mujeres han sufrido violencia sexual. Aïcha había escuchado que desde el norte de Marruecos era fácil cruzar hacia España, y tenía la esperanza de poder continuar su vida de forma independiente en Europa, donde quería seguir con sus estudios, trabajar y poder ayudar económicamente a sus padres.

Ahora tiene 24 años y vive en Tánger, con un pequeño terremoto sonriente de tres años de edad que tiene su misma nariz. Después de ser interceptada por la Marina Real marroquí las tres veces que intentó cruzar el Estrecho de Gibraltar hacia Europa, Aïcha sobrevive a base de limosnas, trabajos informales y la pequeña ayuda económica que recibe de ACNUR como solicitante de asilo. “A partir del octavo mes de embarazo, decidí dejar de intentar cruzar. Y ahora, con la niña, no me atrevo a arriesgarme”, cuenta.

Las mujeres y niñas representan una proporción creciente de la población migrante internacional en África del Norte. La gran mayoría comparten experiencias de violencia y discriminación basada en el género en sus países de origen, como la mutilación genital femenina, el matrimonio forzado, la violencia en el hogar o la falta de perspectivas laborales, que acaban motivando su movilidad. Además, un informe publicado en 2023 por Save the Children (STC) revela que una de cada tres niñas y jóvenes migrantes que emigran a través de Libia, Túnez y Marruecos experimentan o presencian abusos sexuales y/u otras formas de violencia de género mientras huyen de sus países de origen.

Una de las consecuencias de esta violencia, en una región donde el aborto es ampliamente restringido y perseguido, son las maternidades forzadas o no deseadas.

Una de cada tres jóvenes migrantes que emigran a través de Libia, Túnez y Marruecos experimentan o presencian abusos sexuales

Este es el caso de Aïcha, que empezó su proyecto migratorio sola. Consciente de los peligros de la ruta terrestre, intentó llegar a Marruecos en avión, que tiene acuerdos de libre circulación con varios países de África occidental. Por eso, Aïcha embarcó confiada hacia Casablanca con su pasaporte y su maleta fucsia el 2 de enero de 2020. Pero fue deportada al llegar. “No sabía que hacía poco que también pedían el AVEM”, se lamenta. Se refiere a la Autorización de Viaje Electrónico a Marruecos, un nuevo requerimiento instaurado a finales de 2018 que hay que tramitar cuatro días antes de la salida del país.

“Yo les expliqué que huía de un matrimonio forzoso, pero nadie me escuchó”, afirma Aïcha, mientras se sienta en el sofá que ella y las otras tres jóvenes compañeras de piso guineanas colocaron en la terraza del ático improvisado donde viven. De hecho, Marruecos todavía carece de una ley propia de asilo y ha sido reiteradamente advertido por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU por no garantizar sistemas de solicitud de asilo en los puntos de entrada y llevar a cabo devoluciones en caliente, tal y como explica Lemsguem El Kbir, abogado especializado en asilo y migración. Mientras que en la última década el reino alauí ha aprobado y desarrollado una serie de nuevas leyes y medidas sociales que, en un principio, buscan mejorar las condiciones de la población migrante, por otra parte también ha incrementado su mano dura contra la migración, reforzando y militarizando el sistema de control fronterizo y construyendo más vallas –con concertinas– alrededor de los enclaves de Ceuta y Melilla. La última, una cuarta valla en la frontera entre Beni Enzar y Melilla levantada en enero de 2024, según alerta la delegación en Nador de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH).  

Para llevar a cabo dichas medidas y contener el flujo migratorio hacia el Viejo Continente, Marruecos cuenta con el apoyo político y financiero de la Unión Europea, que se eleva hasta los 500 millones de euros para el periodo 2021-2027, una cantidad un 30% mayor que en el presupuesto comunitario anterior. Investigadoras como Daniela Lococo y Eloísa González se refieren a este proceso dual como “la doble lógica de la externalización europea” de las fronteras. En este contexto, según denuncian numerosas organizaciones sobre el terreno, las fuerzas marroquíes perpetran de forma regular numerosos desplazamientos forzosos hacia el sur, acusando y deteniendo migrantes por tráfico de personas de forma arbitraria, mientras que desmantelan a la fuerza grandes campamentos de migrantes como el de Ouled Ziane en Casablanca. 

Aïcha le lee a su hija. | Helena Rodríguez

La falta de vías seguras empuja a miles de mujeres a exponerse a los riesgos de la ruta terrestre

Después de ser devuelta a Conakry por las autoridades marroquíes, Aïcha volvió a escapar de su país en dirección Bamako (Mali). “No me podía quedar en Guinea, había traicionado a mi familia”, cuenta la joven, que temía por su vida. Desde Bamako, cogió dos autobuses hasta Nouadhibou, la segunda ciudad más grande de Mauritania, próxima a la frontera suroeste de Marruecos. Una vez allí, continuó a pie. Es entonces cuando la joven guineana fue asaltada: “Fue de noche. Dos hombres jóvenes se me lanzaron encima, con cuchillos. Alrededor de mí solo había arena, como en el Sáhara. Ninguna casa cerca. No sé de dónde vinieron. Si los viera, no sería capaz de identificarlos. Solo sé que hablaban en la misma lengua, una lengua que no entendía”, recuerda Aïcha, mientras vigila a su hija Hawa de reojo. Ajena a la conversación, la niña recorre la terraza riendo y jugando con la ropa tendida.

Tanto las supervivientes como los miembros de oenegés y entidades que trabajan con la población migrante apuntan que los agresores más frecuentes son delincuentes comunes, guías que hacen de facilitadores del trayecto migratorio y militares y guardias en algunos países de la ruta como Argelia, Libia o Marruecos. Después de la agresión, Aïcha recuerda andar durante tres días en el desierto sin ver a nadie. La joven anduvo sin rumbo, ni comida, ni agua, con un móvil que tenía la pantalla rota, hasta que vio un pequeño autobús cerca de la frontera. Después de pagar a los guardias marroquíes el equivalente a 300 euros por su AVEM, se subió al vehículo y cruzó la frontera, dirección Dakhla. Una vez allí, cogió otro bus hacia el norte de Marruecos, guiada por lo que otros compañeros y compañeras guineanas y marfileñas le habían contado. 

Los agresores más frecuentes son delincuentes comunes, guías del trayecto y militares o guardias en algunos países de la ruta

Embarazada en los bosques de Tánger, esperando cruzar hacia Europa

Habiendo llegado a Tánger, Aïcha pasó medio año en los bosques que rodean la ciudad, durmiendo al raso con otras mujeres y hombres migrantes, así como con “pasadores” y traficantes. “Hacía mucho frío, y comíamos pan, sardinas y zumo. Cuando no me bajó la regla por segundo mes consecutivo, perdí la esperanza. Dejé de tener hambre: estaba llena de preocupaciones y adelgacé muchísimo. No sabía cómo podría criar a un hijo”, recuerda. 

Desesperada, Aïcha pensó en abortar. En Marruecos, la interrupción voluntaria del embarazo está prohibida y perseguida en la mayor parte de circunstancias, pero otras mujeres migrantes en el bosque le ofrecieron algunos remedios naturales para intentarlo. No obstante, igual que muchas otras jóvenes, ella rehusó el ofrecimiento de las otras migrantes debido a sus creencias religiosas. “La parte buena es que como que estaba embarazada, no abusaron de mí”, continúa explicando Aïcha, que recuerda como otras mujeres migrantes no corrieron la misma suerte en aquellos montes, desde donde el perfil montañoso de Tarifa se perfila al horizonte, entre la bruma marina. En aquellos seis meses, la joven intentó cruzar hacia España tres veces: “La primera vez nos devolvieron al bosque, la segunda nos llevaron a la entrada de Tánger, y la tercera hasta Kenitra (200 kilómetros hacia el sur)”.

La suerte de Aïcha cambió de rumbo cuando conoció a Sally, quien se convertiría en su mejor amiga en Marruecos. Como Aïcha, la marfileña también vivió una temporada en el bosque, donde fue engañada por el traficante a quien pagó. Fuera del bosque, fue expulsada repetidamente de los pisos donde vivía en los barrios periféricos de la ciudad, hasta que en una ocasión las fuerzas de seguridad marroquíes la trasladaron forzosamente hasta Casablanca. Cuando logró volver a Tánger, de nuevo en la calle, fue acogida por una monja local, y desde entonces trabaja en una oenegé que asiste a migrantes como ella. 

“Sally fue la primera persona a quien expliqué lo que pasó cerca de la frontera. Después me llevó a hacer algunas pruebas médicas y a hablar con la psicóloga, y empezamos a hacer controles médicos por el embarazo”, recuerda Aïcha.

Atención médica y psicosocial insuficiente en un contexto de incertidumbre vital

Estimar cuántas migrantes se quedan embarazadas forzosamente en las rutas migratorias africanas hacia Europa es imposible, especialmente considerando la infradenuncia de casos de violencia sexual y de género (VSG). No obstante, algunos estudios permiten obtener una visión aproximada de la magnitud del problema y sus derivadas sociosanitarias.

Según un estudio reciente basado en una muestra de 151 mujeres migrantes en Rabat, casi la mitad de las mujeres embarazadas no reciben atención médica prenatal, el 90% han sufrido VSG al menos una vez durante su vida y tres de cada cuatro la sufren durante su trayecto migratorio.

Aun así, menos de una de cada diez acude a un establecimiento sanitario o presentan una denuncia. Aïcha se contaría entre ellas: “¿De que serviría? No sabría cómo continuar con el proceso”, lamenta. 

Precisamente, los y las psicólogas y trabajadoras de ONGs entrevistadas destacan la carencia de sistemas de información y canales de comunicación adecuados, así como experiencias previas insatisfactorias ligadas al estigma, la discriminación, y el miedo a la expulsión como algunos de los principales motivos de dicha infrautilización de los recursos públicos. Además, organismos como UNICEF también denuncian que los servicios de asistencia social marroquíes para población vulnerable –entre las cuales, población migrante y madres solteras– continúan siendo deficientes en términos de disponibilidad, calidad, número de trabajadores sociales y coordinación.

Después de 17 horas de parto, Hawa llegó al mundo, nacida en el hospital público Mohammed V. Entre los cuadernos de notas donde practica castellano, francés y árabe, Aïcha guarda la cartilla de nacimiento de su hija. Una documentación “difícil de conseguir para muchas migrantes y demandantes de asilo, sobre todo madres solteras, puesto que algunos hospitales retienen los documentos de notificación del nacimiento a la espera de pago, aumentando el riesgo de apatridia”, tal y como ha denunciado ACNUR y el Grupo Antirracista de Apoyo y Defensa de los Extranjeros y Migrantes (GADEM). “Un estudio del Ministerio de Sanidad apunta que el 90% de los niños no están registrados en asuntos civiles porque el hospital se reserva el certificado de nacimiento”, explica El Kbir desde su despacho de abogados en Rabat. 

Los primeros meses después de dar a luz fueron duros, y la relación con Hawa difícil, según explican trabajadoras sociales que acompañaron a Aïcha en aquel periodo. De acuerdo a las trabajadoras entrevistadas, esta primera reacción de rechazo es común, puesto que la criatura supone un recuerdo de la agresión sexual. Las mujeres que acaban aceptando a sus hijos, luego tienen que empezar un duro proceso de adaptación a su nueva realidad vital, a menudo sin ninguna atención psicosocial. “Sentía que todos los días eran iguales, siempre en casa cuidando a la niña”, recuerda la joven. Además, el contexto de incertidumbre y persecución en que los migrantes subsaharianos se encuentran en ciudades como Tánger, Nador o Rabat no ayuda.

El 90% de las mujeres migrantes han sufrido violencia sexual y de género. Solo una de cada diez acudió al médico o presentaron una denuncia

“Hace unas semanas se llevaron a otra vecina, hacia el sur”, comenta Aïcha. Las detenciones arbitrarias y reubicaciones forzadas con el uso excesivo de la fuerza contra africanos subsaharianos se dan con frecuencia. “Por eso, cuando salgo a la calle, siempre llevo mi documentación encima”, explica la joven guineana. Aun así, sabe que el documento de solicitante de asilo de ACNUR que guarda con cuidado en una funda de plástico no es garantía de nada, puesto que sabe de muchos casos en que de todas formas los guardias detienen y desplazan a los migrantes de origen subsahariano.

Zuppiroli, STC: «Es necesario establecer canales seguros de migración para todas las niñas y jóvenes que puedan necesitar protección»

Para evitar estas vulneraciones de derechos humanos, Jennifer Zuppiroli, especialista en políticas públicas de infancia en movimiento por Save The Children España, apunta a instaurar medidas como la “posibilidad de solicitar protección en los consulados y embajadas”. “Es decir, canales seguros de migración para todas las niñas y jóvenes que puedan haber sido víctimas de vulneración de derechos o aquellas que necesiten protección”, especifica Zuppiroli. Si hubiera sido posible, quizás Aïcha no habría tenido que emprender la ruta terrestre hasta Marruecos, y quizás no habría sufrido una violación ni se habría convertido en madre a la fuerza cuando precisamente huía de un matrimonio forzoso.

“A veces sí que me pregunto dónde estaría si no me hubiera quedado embarazada”, reconoce Aïcha, que después de sorber las últimas gotas del zumo de jengibre casero que Hawa no se ha acabado, vuelve a guardar la maleta fucsia bajo el pilón de mantas. De momento, no pretende utilizarla. Echa de menos a sus padres, a sus amigos y a su país, pero no puede volver. Porque sabe que si lo hacen, mutilarían a su hija en su parte más íntima. Como a ella, como a su madre, como al 90% de las mujeres y niñas de Guinea que sufren mutilación genital femenina. Por otra parte, volver a intentar cruzar hacia España, con todas las historias que escucha de madres y niños ahogados en la ruta Canaria, y el bloqueo existente en las costas del norte, ni se lo plantea.

Desde la distancia, Aïcha celebra que en el nuevo año Hawa haya podido entrar en una guardería donde empieza a aprender a escribir. Así, con el tiempo libre recuperado y unas pequeñas becas para aprender informática, ella ha retomado sus estudios y ha empezando un nuevo cuaderno en sus vidas. 

Aïcha con su hija en Tánger. | Helena Rodríguez

La investigación detrás de este reportaje ha sido sufragada por el fondo Investigative Journalism for the European Journalism- IJ4EU. Los y las autoras agradecen la colaboración de los numerosos trabajadores y trabajadoras sociales entrevistados, que han preferido permanecer anónimos por miedo a represalias del gobierno alauí.

Publicado originalmente en Ctxt

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