Tatiana y Maria, hermanas, son de Kiev, de donde se marcharon en abril de 2022 a raíz de la invasión rusa a Ucrania para instalarse en Premià de Dalt (Cataluña). Samira y Khadija, primas y originarias de Laugar (este de Afganistán), llegaron en agosto del año pasado a Salamanca. Las cuatro han dejado sus vidas en su país de origen. Las cuatro han vivido la guerra y el desplazamiento recientemente en dos de los conflictos más mediáticos de los últimos meses. Su relato es una visión en primera persona del desplazamiento forzado. Las mujeres, entre el combate y los cuidados, viven los conflictos armados con unas cargas físicas y emocionales a menudo obviadas, que chocan con las narrativas belicistas y la tendenciosidad mediática.
España es el tercer país de Europa que más solicitudes de asilo recibe, según los datos de la Comisión Europea, pero la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) señala que en 2021 solo se otorgaron un 10,5% de las solicitudes de asilo que se presentaron. En el caso de las personas ucranias, la Unión Europea ha activado por primera vez en su historia la Directiva de Protección Temporal, pensada para las situaciones de afluencia masiva de personas. Este sistema de protección ofrece permiso de residencia y trabajo de un año de duración, prorrogable a dos, acceso a la educación y atención médica, entre otras ayudas. En el caso de las personas afganas (así como de tantas otras nacionalidades) la única opción para solicitar asilo es pedir la protección internacional, un proceso mucho más largo y pesado burocráticamente que se caracteriza por un elevado porcentaje de denegaciones.
“Los hombres y las mujeres son perseguidos de formas diferentes y sus heridas tienen impactos sociales diferentes; tienen diferentes responsabilidades hacia sus familias y comunidades, y así terminan en diferentes situaciones de riesgo” escribe Carol Cohn, experta en género y seguridad»
“Los hombres y las mujeres simbolizan diferentes cosas para sus comunidades y sus oponentes, son perseguidos de formas diferentes y sus heridas tienen impactos sociales diferentes; tienen diferentes responsabilidades hacia sus familias y comunidades, y así terminan en diferentes situaciones de riesgo” escribe Carol Cohn, investigadora sobre género y seguridad, en Las mujeres y las guerras (2014). Los discursos hegemónicos a menudo las categorizan como víctimas pasivas o como luchadoras idealizadas. Esta simplificación no representa la realidad: las experiencias de Tatiana, Maria, Samira y Khadija lo demuestran.
El momento de irse
Tatiana y Maria supieron de un hotel que acogía a personas ucranias en Polonia y, tras muchas dudas, decidieron ir. “Llegamos con mis hijas y mi hermana. Mi marido y mis padres tuvieron que quedarse en Kiev”, explica Tatiana. En Polonia, asegura, no podían trabajar ni escolarizar a las niñas. Después de pasar todo el mes de marzo en Varsovia, decidieron ir hacia España, ya que Tatiana habla castellano.
La toma de Kabul el 15 de agosto de 2021 no movilizó de inmediato a Samira y Khadija. Ambas periodistas decidieron quedarse en su país haciendo su trabajo, pero una enfermedad del padre de la primera las impulsó a marcharse, con ayuda de periodistas de EL PAÍS. Khadija viajó sola, pero Samira lo hizo acompañada de su padre y hermanas. Para ellas, al igual que para Tatiana y Maria, el paso más complicado fue llegar al país vecino, Pakistán. “Pasamos toda la noche en la frontera, controlada por los talibanes. A mucha gente, pese a tener los papeles y el visado en regla, no la dejaban cruzar”, relata esta última.
La familia de Khadija sigue en Afganistán. El marido de Tatiana en Ucrania. Las dos están preocupadas por ellos y ninguna quería dejar su familia atrás, pero lo tuvieron que hacer por causas mayores: una, al recibir amenazas; la otra, por sus hijas.
Hacer que la vida continúe
“Estamos aquí por la voluntad de una familia que nos acogió, pero ni el Gobierno ni ningún Ayuntamiento nos proporciona ayuda”, se queja Tatiana. “Todo lo paga la familia, y nos parece injusto”. Ella, fotógrafa y videógrafa, sigue a la búsqueda de oportunidades de trabajar en su campo en Cataluña. “Al principio de la guerra, durante casi un mes no quería ni coger la cámara. Pensaba ‘¿para qué?’ Era demasiado difícil ver tanto dolor”. Maria, su hermana, está acabando un máster en psicología que compagina con un trabajo en recursos humanos en una compañía de Ucrania.
Khadija estudia Comunicación Audiovisual en la universidad, a la vez que castellano. Quiere construir una vida en España y no cree que pueda volver a su país durante bastante tiempo. Trabaja como periodista autónoma para el diario 20 minutos y realiza colaboraciones puntuales con EL PAÍS. También sigue trabajando con otros reporteros afganos para cubrir la realidad de las que se quedan. “Seguramente es peligroso, pero debemos seguir haciéndolo”.
Samira, en cambio, no ha podido seguir dedicándose al periodismo. Deja intuir que no quiere apegarse mucho a España, ya que su objetivo es volver y defender su tierra, aunque signifique un riesgo. Ambas recuerdan a los compañeros que se han quedado en Afganistán, en riesgo constante de detención, muerte o tortura, por cubrir sucesos como una protesta, particularmente si la lideran mujeres.
Echar la vista atrás
Las cuatro protagonistas se han ido de sus países a pesar de no ser su opción preferida. Pero muchas otras se han quedado. “Tienen hijos, maridos, gente a su cargo, y quieren quedarse para defender sus derechos”, explica Samira. Los talibanes han prohibido a las afganas, entre otras cosas, acceder a escuelas y universidades. Samira subraya: “No pueden trabajar o ir solas por la calle. Pero todos los días recibimos noticias de mujeres que han salido a protestar. Muchas de ellas han sido arrestadas, y otras no se manifiestan porque saben que las asesinarían. Pero se manifiestan mucho más que los hombres, pese a los riesgos”.
Samira no puede volver por ahora a Afganistán debido a la salud de su padre, pero asegura con firmeza que, a pesar de ser una cara conocida y un objetivo claro para el régimen, sí querría regresar: “Si me matan, servirá para dar aún más certezas de que los talibanes no son una buena opción para nuestro país”. Ambas primas recuerdan la ola de apoyo mundial que recibieron las afganas el pasado verano, y lamentan que este calor casi haya desaparecido. Mientras, siguen participando en campañas como Freeherface, que denuncia la obligación de las mujeres de cubrirse en espacios públicos.
La ucrania Tatiana piensa en la escasez económica que vive y vivirán quienes se quedan en su país de origen. Su padre y su madre siguen en Kiev. “Hay gente demasiado mayor para irse, allí lo tienen todo”, dice. “Pero los precios son cada vez más altos y los sueldos, más bajos. Cuando nos dicen el salario que cobran, me pregunto cómo sobrevivirán”.
La guerra
La guerra está profundamente marcada por el género, tanto en la práctica como en los simbolismos, según la investigadora en género y seguridad, Carol Cohn. En su libro Las mujeres y las guerras, escribe: “Un claro ejemplo de la codificación simbólica del género y de sus consecuencias negativas se encuentra en el significado asociado a los propios conceptos de ‘guerra’ y ‘paz’. La guerra se asocia con acción, coraje, seriedad, dominación, riesgo… Mientras que la paz se asocia con pasividad, domesticidad, tranquilidad, compromiso, interdependencia, no violencia…”.
«La culpa es un elemento constante en el papel de las mujeres en las guerras; su labor o su experiencia nunca parece tan heroica»
A Tatiana le preocupa que los hombres que van a las contiendas no vuelvan siendo los mismos. “Regresan con la agresión y barbarie que han vivido, y eso da miedo porque puede repercutir en las familias. Espero que esta vez exista una mejor atención psicológica para quienes que han estado en el frente”, reflexiona. Además, en cuestión de pocas semanas ha detectado que el mundo ya no presta tanta atención a Ucrania. “La gente se cansa de hablar de ello, y cuando hablan, es para decir que debe acabar, no para hacer un seguimiento”.
La afgana Samira comparte con Tatiana el sentimiento de culpa de no poder estar en su país. “Una amiga fue detenida y pasó una noche en prisión por ir a una manifestación. La soltaron con tal que no participara en ninguna otra. Es el caso de muchas otras mujeres,” explica. Lamenta también que, con la guerra en Ucrania, las afganas reciban menos atención. “Los procesos burocráticos son muy lentos, y se retrasa mucho que puedan irse de Pakistán”, asegura.
La culpa es un elemento constante en el papel de las mujeres en los conflictos armados; su labor o su experiencia nunca parece tan heroica: “A veces, cuando cuelgo algo en las redes sociales, pienso: ¿está bien que ponga esto? Porque yo estoy aquí en la playa y tantos ucranios están muriendo…”, reflexiona Tatiana.
La familia, los cuidados, la ciudadanía organizada representan lo que Cohn identifica como la feminidad asociada a la paz, y es la realidad escondida de los conflictos. Como dice la Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich: “En lo que narran las mujeres no hay, o casi no hay, lo que estamos acostumbrados a leer y a escuchar: cómo unas personas matan a otras de forma heroica y finalmente vencen. O cómo son derrotadas. O qué técnica se usó y qué generales había. Los relatos de las mujeres son diferentes y hablan de otras cosas. La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio. Tiene sus propias palabras. En esta guerra no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana. En esta guerra no solo sufren las personas, sino la tierra, los pájaros, los árboles. Todos los que habitan este planeta junto a nosotros. Y sufren en silencio, lo cual es aún más terrible.»
Pieza publicada originalmente en El País